Patricia habla dormida. Cuando la tengo
acostada al lado la escucho tener extensas conversaciones con personas que
luego no recuerda cuando está despierta.
Tengo la sensación de que está viajado cuando sueña; pero no viajando como solemos viajar o esos sueños que estamos desnudos o comiendo con nuestra abuela ya fallecida, sino
que ella viaja para poder conversar. Cuando se despierta siempre lo hace
cansada, le duelen los labios y la mandíbula entera. Por eso dice que los besos
a la mañana no son sus favoritos ¡claro! si tiene toda la boca seca de haber
pasado las seis horas que duerme hablando hasta hartarse. A veces la escucho
reír de algún comentario que esos interlocutores imaginarios le están diciendo. Pero de la
misma manera que ríe, también llora; le he visto llorar por horas a moco
tendido. Primero contrae las cejas, esas negras cejas que tiene, luego hace una
mueca con el labio inferior y a los tres segundos ya está llorando. La envidio
realmente o envidio la situación. Ojalá yo pudiera hablar con ella con la misma
profundidad que lo hacen esos seres que comparten sus noches. Yo la tengo por
las mañanas y las tardes, pero quisiera
que las noches sean mías también. Solo me pertenece una porción de su tiempo y
nunca sus más subterráneos sentimientos. A mí me deja las sobras, lo que queda
para después. Creo que me molesta. Odio que sueñe. Odio que me deje afuera.
Bah, creo que la odio a ella.
Tuesday, October 8, 2013
Tuesday, October 1, 2013
La división del mundo
El mundo en el que vivo está dividido en dos: los
que viven en la calle y los que viven en casas. Hubo una época en que yo
vivía en una casa, pero no me di cuenta de que la podredumbre estaba ingresando
por debajo de las raíces. Poco a poco, sin notarlo, una humedad pegajosa y
repulsiva fue carcomiendo los cimientos de mi casa. Justo justito cuando yo la
había dejado tal y como la quería. Le había comprado ventanas nuevas, unas
grandes ventanas. Cortinas
que hacían juego con el mantel y el centro de mesa
que conseguí en un pequeño bazar cerca de la casa de Mabel. La humedad pegajosa
y repulsiva fue implacable con mi colección de muñecas de porcelana. Los
vestiditos bordados de pintitas se llenaron de hongos malolientes y cuando
quise detener el deterioro ya era demasiado tarde. La humedad pegajosa había
comido todo. Fueron en vano mis intentos de pararla. Me atacó cuando menos lo
esperaba. Se fue formando alrededor de
mi cama hasta que la tuve encima, durmiendo conmigo, pegada a mí. Nuestra
respiración se mezclaba y ya no era mi aliento el que inundaba la reducida
casita, sino el de ella. Cuando yo hablaba, era la humedad quien elegía las
palabras. Cuando yo reía, era ella quien contaba los chistes. Cuando yo cavilaba
era ella quien seleccionaba los pensamientos que se introducían en mi cabeza. Cuando
te besaba, no era yo, era ella. La humedad pegajosa y repulsiva se apoderó de
todo y no pude hacer nada para evitarlo. Vos tampoco hiciste nada, así que la
dejamos ser. Dejamos que la humedad repulsiva y pegajosa nos envolviera y nos
volvimos mohosos y me dejaste. Ahora vivo en la calle, oxidada, solitaria,
rota. Intento no pensar en mi casita, en nuestra casita pero a veces se me hace
imposible.
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